En mi inolvidable paso por la Universidad Laboral de Córdoba, en calidad de alumno, tuve grandes momentos de gloria y preciosas experiencias que me marcaron positivamente, tanto es así que mis éxitos obtenidos, en todas las facetas de mi vida, se los debo, en grandísima parte, a todos aquellos hombres, y mujeres, que entregaron su tiempo e ilusiones a formar integralmente a los alumnos como verdaderos “hombres de provecho”, así se decía antes, porque “éramos el futuro de España”, frase que se nos repetía frecuentemente y es claro resumen de los ideales que se vivían gozosamente, a diario. A todos ellos, desde el profesorado, a los educadores y demás personas auxiliares, pasando por el personal subalterno y por los padres Dominicos, les tendré siempre en el lugar más íntimo de mi corazón y de mi alma. No les tengo idealizados, no, es simplemente el reconocimiento noble a unos maestros casi irrepetibles, la experiencia me lo ha demostrado en innumerables ocasiones, y tras el razonamiento frío y la reflexión oportuna he llegado a la anterior conclusión.
Dos padres Dominicos marcaron especialmente mi vida, son el Padre Gago y el Padre Tapia, a ambos les dediqué unas palabras y unos recuerdos en el Blog de Juan Antonio Olmos, titular de una página Web dedicada a la Universidad Laboral de Córdoba.
El padre Tapia, conocido como padre Richard por los amigos íntimos o más cercanos, me impartió docencia durante dos cursos, concretamente los años 1.976-77, en el que me dio clase de Latín, y en el que obtuve una calificación de “Bien” en junio; y en 1.977-78, en el que recibí clase de Filosofía, y en la que logré, como nota, un “Bien” en junio. Fueron años muy positivos, amenos, llenos de experiencias y vivencias imperecederas.
Al padre Tapia le recuerdo como un hombre fuerte, de complexión física notable, de rasgos faciales muy varoniles, de movimientos decididos y rápidos, de caminar vivo, siempre atento y vigilante, que creía firmemente en su misión, de voz clara y rotunda, de carácter y temperamento singulares, de gran sabiduría y cultura, amante de la docencia, fiel amigo de sus alumnos, de singular sentido de la libertad de cátedra, serio, de fino e inteligente humor, con gran espíritu crítico; que se le quedaba “pequeño” impartir clases de B.U.P. aunque lo llevaba a cabo magistralmente; que no compartía, aunque respetaba, ciertos criterios personales y docentes de los profesores laicos; que los expeditivos movimientos de su cuerpo, cuando impartía clase, eran sorprendentes; que todos los alumnos quedábamos boquiabiertos y expectantes cuando entraba al aula, y cuando la abandonaba, hasta el punto de que decíamos con alegría: “ya está aquí el padre Tapia! (cuando venía), o, con tristeza: “ya se va el padre Tapia” (cuando se iba), era algo así como un volcán en constante erupción.
Cuando comenzaba sus clases “borraba” previamente la pizarra, hecho al que le imprimía una considerable energía: sus resueltos brazos se deslizaban, de izquierda a derecha, con decisión y eficacia, su inmaculado y cuidado hábito religioso “volaba” al ritmo que imprimía al borrado del encerado. Después del aseo de manos, que consistía en limpiarse las mismas del polvillo de la tiza, se arremangaba y comenzaba sus clases, para ello “sacaba sus elaborados apuntes” y escribía en la pizarra un guión, a forma de esquema, para a continuación explicar la lección del día. El libro de texto, de la asignatura, pasaba a un segundo plano, sin quedar por ello olvidado, los alumnos lo estudiábamos después de haber asimilado sus apuntes, que íbamos tomando al ritmo de sus explicaciones.
Los pasos firmes y decididos del padre Tapia producían un sonido peculiar sobre la tarima de madera con la que contaba el profesorado. El silencio y la obediencia a los profesores era total y absoluto, nadie hablaba si no pedía permiso previamente, al hacer acto de presencia el docente nos levantábamos de la silla y a su salida se actuaba de igual forma, el respeto entre los alumnos era sagrado y de obligado cumplimiento, y la grandeza de este proceder general es que se asumía libremente por todas las partes implicadas y se consideraba necesario para el bien común y el interés general de la comunidad educativa. Al padre Tapia, como al resto de educadores, nunca le oí gritar, ni castigar, a ningún alumno. El solemne control que ejercía sobre la clase era el resultado de su indiscutible y aceptada, por todos, autoridad docente y personal. Se le consideraba como lo que era: un líder en su materia, del que podíamos aprender conocimientos y valores humanos, y al que podíamos consultar cuestiones personales como si de un director espiritual se tratase. Semejantes opiniones teníamos del resto de profesores y educadores, de los cuales aprendíamos más por el ejemplo que daban que por los consejos y normas que impartían, que por cierto eran escasos, pero claros y eficaces.
La educación actual tiene mucho que aprender de aquella que yo viví si desea solucionar el enorme fracaso en el que está sumida.
Finalizo con un recuerdo peculiar que guardo del padre Tapia, y es que sus zapatos de color negro, de cordones, siempre me sorprendieron por lo meticulosamente limpios y arreglados que invariablemente los calzaba, era un dato que me mantenía siempre al acecho y que me obligaba a mirárselos siempre que podía, y si se dejaban ver cuando caminaba.
Atentamente.
Siro.
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